La gran cabriola de Pere Llobera


[Bonart, junio-julio 2020]


Hacía años que esperábamos una exposición de Pere Llobera en una institución
central, como La Capella, y no porque la idea encaje precisamente con el ADN del
artista, impertinente y antisistémico por vocación. Lo necesitábamos porque
Llobera se ha erigido en los últimos años en un pintor de referencia, en particular,
para una nueva generación que ha reubicado la pintura en el corazón de la
idiosincrasia artística (una disciplina, por cierto, menospreciada durante el período
posolímpico catalán, el mismo en el que la pintura de Llobera ha luchado por
hacerse un hueco; una pintura, por otra parte, siempre hecha desde los
márgenes).

La faula rodona también es pertinente para ordenar un universo
artístico de primer orden que durante demasiados años se ha dejado en manos de
la intuición y la resistencia primaria. Digamos que la exposición de La Capella es,
en cierto modo, la menos Pere Llobera de todas las que le hemos seguido (os lo
dice alguien que fue cómplice de una de sus acciones más sonadas, Palacio
¿Real?, en una nave industrial destartalada de L’Hospitalet); y también recuerdo
una exposición en Alella, con los cuadros expresamente sesgados, con papeles
arrugados, apuntes y parafernalia varia, en medio de un recital de poemas de
Casasses —¡en persona!—. En la exposición de La Capella, en cambio, hay
mucha más meditación y estrategia, menos desgarros y herrumbre; hay itinerario,
necesario, sin embargo, para desglosar su rico imaginario poético, metafísico y
fabulador: uno de los más sólidos y cultos, sin duda, de nuestra escena artística.
Culto no en el sentido dogmático del término. Llobera se sirve de la cultura —de la
poesía, de la música, del pensamiento— para satisfacer uno de sus objetivos
fundamentales: sacudir el confort burgués de la sociedad tardocapitalista (incluida
la propia institución arte), a través del asombro estético, y también desde la
propuesta de otro mundo posible.


Los mismos referentes que reivindica son en realidad palancas para activar una
nueva realidad libertaria por la que quisiera transitar, y que, ante la imposibilidad
de hacerlo, fabula. Una fábula resultante de una ecuación de alto voltaje: pongan
en un mismo saco las celebraciones contraculturales de los Bread and Puppet, la
parada del escorpión de René Higuita, un concierto de punk, el culo de John
Lennon, la leyenda de Excalibur, una pintura opiácea de Richard Dadd, la
decoración navideña de un pueblo remoto o la interpretación mística ascensional
del momento en el que el pintor fue concebido. La resolución de este
rompecabezas nos conduce a un universo subversivo, independiente y anarquista,
capaz de aliar la contracultura de los ochenta con la tradición espiritual europea.
Creo que Pere Llobera no solo ha hecho en esta exposición un esfuerzo por
intentar materializar escenográficamente su utopía personal, sino que ha intentado
canalizar todos los ríos de su repertorio hacia un mar final, que es el del asombro,
el de la maravilla artística como instrumento de desestabilización social. Digamos
que —y esto, de hecho, remite con fuerza a la génesis de la estética moderna— el
sumun de la libertad en arte se da en el impacto estético con lo insólito e
inesperado: esa forma nueva, pero profunda y sensible —terrible, añadiría Rilke—,
que, por su carácter de extrañeza, echa por tierra todos nuestros conceptos
mentales y formales, y desata nuestro lagrimal, producto del sacudimiento de las
estructuras cardinales interiores.

Un fenómeno, sin duda, liberador; el mismo que
buscan, al final del camino, el místico en su reclusión, el antisistema en su lucha,
el músico punk al destrozar su guitarra, como también el ebrio, el loco (¡Baudelaire
añadiría al niño!) y el artista que sigue, ciegamente, las órdenes de su intuición; los
mismos que se ponen tapones de cera ante los cantos de sirena de la civilización,
con sus códigos y conductos siempre tan tópicos y reglados; los mismos que en el
confinamiento —sí, confinamiento— generan formas espontáneas nunca vistas, de
una estremecedora verdad. Nos hacen reír, claro, como la pirueta de Higuita, pero
la risa debe ser un canal de entrada de un mensaje incendiario que quiere hacer
tambalear las columnas de un sistema totalizador que no siempre combatimos
desde el arte. Porque las sólidas columnas sistémicas atrapan, congelan, en sus
formas y símbolos (las marcas, las banderas), la vida que fluye y la libertad; pero
estas no entienden de formas cerradas, tal como nos enseña la pintura de Pere
Llobera.


Por eso transforma las espadas de la leyenda de Excalibur (leyenda épica
fundacional del nacionalismo británico) en postes de una red acuática de voleibol.
O la Moreneta, en un espermatozoide que brinca sobre un retrato de Joan Brossa
haciendo una cabriola en plena posguerra. Las referencias de Llobera se
multiplican y cruzan, sibilinamente, en La Capella, y el visitante debe ir
descifrándolas y maravillándose. No sé si es la exposición más Pere Llobera, pero
sí la que mejor nos da a conocer su universo polisémico, poético, metafísico,
cabriolístico, inconformista, y, a todas luces, indiscutible.

La traducció d’aquest text ha disposat d’un ajut de l’Institut Ramon Llull