Jordi Fulla, en la memoria


[Bonart, agosto-octubre 2019]


El fallecimiento, repentino, de Jordi Fulla el pasado mes de abril dejó conmocionado al
mundo de las artes. Un artista con una sólida obra y trayectoria, que era objeto de la
admiración y respeto de una parte relevante del sector de las artes visuales y de la cultura.
Es cierto también que, a pesar de las cualidades que muchos le reconocíamos, su obra no
había merecido el suficiente interés por parte de las instituciones públicas de arte
contemporáneo del país. El motivo es de todos conocido: un excesivo pudor a la hora de
admitir la pintura dentro de la centralidad del relato artístico contemporáneo.


Pese a ello, Jordi Fulla será un artista al que tendremos que volver a menudo cuando nos
dediquemos a poner orden a las artes visuales del momento posolímpico. Un momento que
empieza ya a sedimentar discurso y que se cimienta en un tiempo de enfriamiento y
conceptualización de la pulsión expresiva y bulliciosa de los años ochenta. Tras una
estancia en París a mediados de los noventa, Jordi Fulla destiló las bases de su imaginario
flotante, vehiculado a través de signos inquietantes insertados en una trama visual precisa,
medida y diáfana. Desde una actitud lenta y meditativa, le interesó generar un espacio
higiénico de reflexión sobre la imagen contemporánea, en la que poder captar todo lo que la
sociedad hiperbólica se nos apropia: la profundidad de contemplación y la vivencia pausada
—que no menos intensa— del tiempo y el espacio.


Con todo, Jordi se nutría subterráneamente de un imaginario volcánico, profundo y
penetrante. Para la gestación de su lenguaje, a menudo necesitaba zambullirse en un mundo
trágico, compuesto de formas cósmicas agrestes, rincones naturales accidentados o extraños
rostros de presencia existencial. Como escafandrista que se reivindicaba, rastreaba por las
hondonadas oscuras y recónditas del entendimiento, en busca de las formas ignotas que
podría palpar en el corazón de la tiniebla, que le gustaba degustar en riguroso régimen de
silencio.


De su biografía artística, destacaría dos momentos. Un primer momento de plenitud
profesional, coincidiendo con la entrada en el nuevo milenio, donde desglosó su lenguaje en
agudísimas series pictóricas que expuso en Trama —Eau, Nulle Part…—. Y un segundo
momento, más proyectual, a partir de 2007, en el que se embarcó en grandes montajes
expositivos, de mayor complejidad y hondura. Destacamos los dos impulsados en la
Fundació Vila Casas —Sixteen-thousand days on the roof (2011) y Llindar i celístia (2019)
—, así como el penúltimo, que tuve el privilegio de comisariar, en el Museo de Montserrat
—Anatomia d’una illa a ulls clucs.


De esta última época, también quisiera destacar algunos de sus gestos de empatía y
fraternidad artística. En la exposición Iceberg Z46, cedió su espacio reservado en Trama
para mostrar la obra de artistas coetáneos. Y su último gesto: la acción con poetas, críticos,
artistas y amigos, de llenar ritualísticamente una de las salas de la exposición a la Vila Casas
con una cadena infinita de semillas de trigo. Era la antesala al último de los espacios de la
muestra, que recogía la obra realizada por Jordi durante el último año, humeante aún de
vida e inteligencia artística. Poesía, escritura, escultura y dibujo se amalgamaban en la
comunicación sabia de la creación, que ya solo podremos volver a disfrutar a través de
aquellos que tengan el interés y la responsabilidad de perpetuarla.


Cher escafandrista, se ha hecho el silencio. Descansa en paz.

La traducció d’aquest text ha disposat d’un ajut de l’Institut Ramon Llull