[El Temps de les Arts, 19 diciembre 2022]
Salta una rana
dentro de un viejo estanque
¡Chooof!
Matsuo Basho
El haiku de la rana (1686)
Respirar, espirar, esperar el eco. ¿Hay más vida que este ritmo elemental? Coger
impulso, lanzarse, ansiar el impacto de la zambullida. ¿Hay más arte que eso? La
obra de Ferran Garcia Sevilla podría reconocerse en esta concatenación básica.
Atento a la escucha del gran splash. En una doble exposición en el MNAC y en el
Centro de Arte Tecla Sala (CATS), el artista ha cogido impulso y se ha lanzado
solemnemente al vacío. Pero en este gesto primordial está todo el hombre,
plenamente concentrado, con su polifonía de voces, de especulaciones,
contradicciones, intensidades, aberraciones, sueños y anhelos. Todo lo más alto, a
lo que podemos aspirar, o todo lo más bajo, en lo que podemos enfangarnos. No
hay término medio. No hay mediocritas.
El artista se hunde en el mar, y en plena apnea, con el diafragma bien dilatado,
captura con la cámara la faz de la luna nocturna, en una imagen confusa,
temblorosa pero veraz. Verdadera porque la ha cazado privado de oxígeno en el
cerebro, anulando ideas preconcebidas que limitan la realización artística intensa y
genuina. La mayoría de mortales albergamos una mirada hacia las cosas del
mundo totalmente plana y fina, pero no es culpa nuestra. Es nuestro pavor
ontológico. Si fuéramos capaces de ir a la fuente con el cántaro vacío, y no
siempre lleno, otra imagen del mundo beberíamos. Una mirada en la que no
veríamos esencias de las cosas. En que veríamos las cosas como laten, con toda
su gama de colores, íntimamente conectadas con el cosmos remoto. Ferran
Garcia Sevilla (Palma de Mallorca, 1949) es un artista que siempre mira hacia
arriba. Levanta la cabeza hacia la luna, las ideas, las estrellas, intentando quizá
conectar con aquella mirada virginal, presígnica, hacia el cielo estrellado, como la
de aquel mallorquín de adopción llamado Joan Miró. Bajo su ascendente fue, tal
vez, imaginamos, concebido uno de los primeros dibujos de la exposición en Tecla
Sala: un cielo estrellado de puntos dibujados, extendidos sobre la superficie
entera. No más de un solo punto: el artista los quiere todos coralmente, al mismo
tiempo. Ya nunca un único centro: todos ellos vibrando con intensidad. Todo es
centro y todos somos centro.
Garcia Sevilla nos pone un ejemplo de esta realidad única y múltiple.
Efectivamente, podemos pensar que vamos solos caminando y que solo existe
nuestro tiempo y espacio en el que transitar. Pero asegura que cuando, por
ejemplo, subimos al autobús, existe a la vez el tiempo del conductor que nos
marca el ticket y el tiempo de la bacteria que nos ha contagiado, y el del
transeúnte que nos está mirando desde la calle. Es exactamente lo contrario de la
mirada unívoca del Pantocrátor creador: Ego sum lux mundi, luz del saber
jerárquico y concentrado que nos deja a todos boquiabiertos, obedientes y
mortecinos. En contraste con el monoteísmo hierático, el artista, para Ferran
Garcia Sevilla, se parece más bien a aquellos dioses danzantes hindúes en los
que, sobre un mismo cuerpo fluido, aparecen múltiples caras: de gozo, pero
también de ira; de concordia, pero también de odio. El artista —en un baile
dionisíaco que le permite anular el tiempo, el espacio y el pensamiento— abarca la
realidad como un rompecabezas intenso y polifónico. Como los almendros floridos
fotografiados desde todos los puntos de vista posibles (Ametller florit, 1967-2022,
MNAC). O un rincón paisajístico de Mallorca, allá donde Joaquim Mir perdió el
oremus (Tensió, 1971, MNAC). O la mirada caleidoscópica de una manifestación
durante el final del franquismo (Manifestació, MNAC). O la mirada en el entierro de
Puig Antich desde la grabación de fragmentos de un diario (1974, MNAC). Y en el
sudario pintado en una de sus últimas obras, donde el autor ha volcado todos sus
fluidos corporales (2019, Tecla Sala). Porque no solo expiramos cuando
fallecemos; también dejamos, de repente, de eyacular, defecar, orinar, salivar,
transpirar.
El artista confiesa que toda su obra intenta evitar los esencialismos que reinan en
la interpretación que hacemos de la realidad —a través de los dogmas dados de la
filosofía, la religión, los mass media o el arte— y que él ha optado por un camino
de conocimiento marcado por el relativismo vital y científico que le lleva a la
convulsión ante una realidad que se muestra como es: contradictoria, multifocal y
cambiante. Pero, en un aspecto, Garcia Sevilla es poco relativista: en la continua
vivencia de la obra de arte como un medio de contestación. El relativismo mal
entendido es el anzuelo en el que han picado muchos peces durante la
posmodernidad: al desmoronarse la grande histoire —los grandes relatos, los
grandes autores, las grandes verdades del mundo moderno—, el artista
contemporáneo ha puesto el foco con demasiada frecuencia en la petite histoire:
en las nimiedades de nuestra experiencia subjetiva. Pero, a menudo, sin splash.
En cambio, la obra de Garcia Sevilla, desde sus orígenes hasta la fecha, siempre
ha querido contestar, replicar, ondear y resonar. Contestaba a la iconografía del
franquismo: atravesando una bandera y una hostia consagrada con una aguja
(Tapa, 1969, MNAC), o las agujas aguijoneando una crucifixión de Velázquez
(Cilici, 1966, MNAC). Del mismo modo que hoy sacude en el Tríptic de la
guerra (2015, Tecla Sala) los baluartes de la civilización occidental: la belleza, la
equidad, palabras e iconos que, por la solidez de su símbolo, no dejan transpirar
una verdad envenenada a menudo de guerra, destrucción, opresión y miseria.
Garcia Sevilla ha vuelto a exponer en Cataluña tras muchos años de desertar
voluntariamente del mundo del arte. Los galeristas lo exigían. Los directores le
condicionaban. Los críticos le abrumaban. Todo se le aparecía como un límite, en
un medio de júbilo y liberación. Durante siete años cerró las puertas de su estudio.
La exposición es el regreso del artista, con una nueva mirada incontaminada, a la
vida, el arte y el pensamiento. Una mirada engendradora, bailando con todos los
lugares que el arte, con su institucionalización, ha limitado. Ciertamente, la obra de
arte política, sacudidora, incomodante ha quedado desterrada hoy al consolidarse
la institución del arte contemporáneo que se inició hace tres décadas con la
fundación del MACBA. Ciertamente, curadores, directores, pero también artistas y
creadores, hemos contribuido a inflar una burbuja estética refinada y sofisticada,
pero en la que también muchos valores transfiguradores del arte han quedado
estetizados, y en consecuencia anestesiados. Solo saliendo de esa burbuja
exquisita pero puritana se puede volver a abordar el arte en su matriz, de la que
nunca debería haber salido: de la sacudida visceral, contundente, directa,
mezclando todos los elementos que tenemos a nuestro alcance, sin filtrar: la
pintura, las imágenes de internet, del móvil, de los media, los algoritmos que nos
controlan, en obras de denuncia que pongan, de forma cruda y natural, el dedo en
la llaga. Solo con esa actitud desacomplejada y radical se alcanza la ruptura
epistemológica. Solo así se abraza la iconoclastia radical que radica en el genoma
de la obra de arte.
El artista ha hecho esta travesía al margen de un sistema que le ha incomodado,
que no ha sabido en qué casilla encapsularlo. Que no ha podido capitalizarlo ni
colocarlo en el bazar de tendencias artísticas. ¿Qué se ha perdido, entonces? Nos
hemos perdido espacios de comunicación que esta doble exposición nos invita a
subsanar: el retorno de un artista de referencia que puede transferir conocimiento
sensible, fecundo y divergente a la sociedad llamada «del conocimiento». Porque,
¿acaso creemos que podemos vivir plenamente en la sociedad del conocimiento
sin cuestionarlo? ¿Sin contestarlo? El vínculo, también, con una generación de
artistas que lo ha ignorado, y que tienen con él muchos más puntos en común de
lo que podría parecernos. La obra de Garcia Sevilla podría congeniar con la de
Pere Llobera, en la comprensión de la pintura como un espacio de conocimiento
metafísico que nos libera desde el asombro. Con la de Víctor Jaenada, que se
expresa a través de un lenguaje sucio y desacomplejado, tratando de conectar con
medios culturales primitivos y arcaicos de la cultura popular y urbana. También
pienso en artistas como Violeta Mayoral, que trabajan en el estudio de la alteración
de la mirada cognitiva y su descentramiento. O, incluso, entronca con el trabajo de
Núria Güell, que no separa el arte de su condición política y socialmente
comprometida.
El arte es solo una palabra, sí. También estas líneas que acabamos de escribir son
solo una interpretación, como todas ellas, parcial, relativa y prescindible. Pero,
atención, ante la certeza de ausencia de verdades absolutas, necesitamos mapas
conceptuales que nos orienten ante la inefabilidad del arte y el caos de la creación.
El crítico aporta una necesaria carta de navegación hermenéutica, pero con la
condición de que deje el escenario libre para que el artista baile con sus
obsesiones. Como nos recuerda David Armengol en su último ensayo La collita i el
viatge, el crítico, como el curador o el director, es aquella figura que va apartándole
las sillas al artista para que ocupe adecuadamente un espacio, como en el baile
del Café Müller de Pina Bausch. Eso es lo que han sabido hacer con propiedad el
comisario de la exposición Ferran Garcia Sevilla. Cosmos-Caos, Àlex Mitrani, y el
equipo de directores, conservadores y mediadores del MNAC y Tecla Sala que han
acompañado sabia y generosamente a Garcia Sevilla —no menos sabio y
generoso— en esta exposición transfiguradora. Le han dejado respirar. Le han
dejado espirar. Le han dejado zambullirse. Y ahora nos toca a nosotros dejarnos
abrazar por el tintineo del agua.
La traducció d’aquest text ha disposat d’un ajut de l’Institut Ramon Llull