[Bonart, febrero-abril 2021 / De la serie: Deleuze y el arte contemporáneo (1)]
Confieso que cuando me inicié en las cosas del arte, el nombre de Deleuze me
resultaba fatigante. Junto a los de Foucault o Derrida, lo encontraba
sobrerreferenciado por todas partes. Era el momento MACBA y CASM, que forjó
toda una cosmogonía de autores y códigos de ascendente «sesentayochista», aún
latente en nuestra jerga crítica. Años más tarde, el nombre de Deleuze fue
ganando votos con respecto al resto de pensadores de la cartelera posmoderna.
Primero, al leer un extraordinario ensayo de Deleuze sobre Francis Bacon
(Logique de la sensation, 1981), en el que el pensador diseccionaba brillantemente
la corporeidad simbólica y existencial del endemoniado pintor inglés. Más
adelante, me topé con El abecedario de Gilles Deleuze (íntegro en YouTube), siete
horas de entrevista que se emitieron tras su suicidio en 1995 y en las que
repasaba sus conceptos troncales (no me he podido quitar de la cabeza la A de
animal: «El artista, como el animal, es dueño y señor de un territorio. El interés
está cuando aúlla»).
El nombre de Deleuze se ha vuelto a cruzar en mi camino en distintas ocasiones,
hasta el punto de convertirse en el pasatiempo de la segunda ola del COVID-19.
Deleuze es un pensador con una capacidad de invención artística y conceptual
extraordinaria. Especialmente durante sus años dorados (cuando escribe
Capitalismo y esquizofrenia), desarrolla con Guattari conceptos tan plásticos como
el rizoma, el cuerpo sin órganos, la máquina deseante o el pliegue. Deleuze se
identificaba como un artista de la palabra, y se confesaba como un filósofo naíf.
Era poco sistemático y practicaba una filosofía del tanteo, al tiempo que creaba
conceptos herméticos y sugerentes a la vez. Y proféticos. «Un jour, peut-être, le
siècle sera deleuzien», pronosticó en una ocasión su discípulo aventajado, Michel
Foucault.
Y no iba desencaminado. El rizoma es una de las metáforas que más he
escuchado entre los artistas a la hora de identificarse con conceptos orgánicos que
representen unas prácticas artísticas no jerarquizantes (como un tronco vegetal lo
es con sus ramas), sino multidisciplinares, transversales y polifónicas. Así es
como, sin ir más lejos, nos hemos planteado David Armengol y yo la exposición
Our garden needs its flowers en Tecla Sala (27F), una muestra que, como un
tubérculo subterráneo, tendrá diferentes zonas de crecimiento rizomático sin una
estructura central definida. También me ha hecho pensar mucho en Deleuze la
artista valenciana Lucía C. Pino. Porque Deleuze fue un filósofo con una mirada
viscosa hacia la filosofía. Como los escultores de hoy, hablaba de flujos,
moléculas, intensidades líquidas. Lucía C. Pino me decía hace poco que a través
de sus materias pretende descodificar la escultura y llegar a una amalgama que no
pueda ser categorizada en ningún género. Es exactamente lo que entendía
Deleuze cuando hacía referencia al cuerpo sin órganos, una metáfora originaria de
Artaud en la que proyecta el arquetipo de una actitud existencial hacia la vida
vivida sin órganos, es decir, sin organismos, códigos, estructuras que ordenan —
pero también reprimen— nuestro chorro interior. Es solo en la potencia
embrionaria de la amalgama, en su forma virginal y desterritorializada, donde se
pone en juego la fuerza interna del arte.
Pero quizá el concepto más escultórico que engendró Deleuze fue el de el pliegue
(le pli). Recomiendo la búsqueda en YouTube de la clase magistral de Deleuze en
la Universidad Paris 8, en 1986, impartida mientras el maestro estaba en plena
redacción del libro. El pliegue como metáfora referencial que nos permite tan
pronto acercarnos conceptualmente a la comprensión de nuestros tiempos
barrocos como abordar la identidad escultórica contemporánea y trazar una línea
que enlace a Gaudí con Miralles, a Miró con Tàpies, a Jujol con Bestué. ¿Para
cuándo una exposición del ascendiente de Deleuze sobre el arte de nuestro
tiempo?
La traducció d’aquest text ha disposat d’un ajut de l’Institut Ramon Llull