David Bestué. Archipiélago escultura

[David Bestué. Luces, Fábrica Cosme Toda, L’Hospitalet, 1-4 octubre 2015. Comisarios:

Latitudes (Mariana Canepa, Max Andrews)]

David Bestué es una mente escultóricamente liberada. No tiene hipotecas con la

modernidad. Su obra abarca espontáneamente la muerte del autor e incorpora, con una

naturalidad insólita, objetos del entorno cotidiano: cerámicas, ladrillos, hierros, luces… que

él apila y ordena con disciplina, criterio, ironía y sentido coral. Su escultura, sin arbolar

bandera alguna, tiene una gran sensibilidad social, política y transversal. Ve la escultura en

el mundo: en la ingeniería, en la poesía, en la fotografía, en el teatro, en las posturas de las

gentes, en la arquitectura de ayer, de hoy o mañana, en los artistas avanzados o en los

anónimos. Con cada proyecto va ampliando y consolidando su personal archipiélago de la

escultura, que está conformado por tantas islas como cajones tiene nuestra realidad. La

última isla, ensayada en la fábrica Cosme Toda de L’Hospitalet, es la de la luz: le ha

interesado estudiar los volúmenes de las bombillas, la linealidad déco del neón, la atmósfera

fría del led, la discontinuidad festiva del láser… en estrecho diálogo con la cerámica

modernista anónima cocida en Cosme Toda. Es la escultura que presidía las fachadas

modernistas de L’Eixample, todas ellas hechas por patrones escultóricos ya creados y que

los trabajadores anónimos solo reproducían en cadena. Columnas y capiteles clásicos,

esferas de balcón, peces, caracoles de jardín: en Cosme Toda, David Bestué ha podido

ampliar su registro de conocimiento de la gramática de la escultura modernista y fundar una

inédita genealogía escultórica de la historia de la luz.

Nos parece ver en la obra de Bestué una oda escultórica al pensamiento deconstructivo.

Agotada la búsqueda de la obra acabada y redonda de la modernidad, la posmodernidad,

amparada en los estudios de las universidades francesas —de Derrida a Lacan—, sitúa el

eje de reflexión en la deconstrucción de los grandes discursos del pasado. La

deconstrucción conlleva, entre otros intereses, el estudio radical de todos los estadios de la

idea, pensamiento o asunto de estudio: de la génesis, pasando por la eclosión, hasta su

desintegración. En este sentido, David Bestué es un deconstructivista espontáneo. Cualquier

proyecto que trabaja, tanto si hace referencia a la arquitectura como a la ingeniería, el hierro

o la luz, estudia todas y cada una de las fases constitutivas de la materia en cuestión. Al

moderno le interesaría la novedad; al romántico, la pureza de la semilla primigenia. A

Bestué le interesan todos los estadios y, sin prejuicios, propone todo tipo de recorridos

temporales de la materia: el mármol que transiciona hacia su polvo; el alabastro, a aislante

térmico… La transición, el degradado… Su obra escultórica no es nunca imponedora; es,

siempre, conciliadora y, en buena parte, procesal.

En su obra también encontramos una buena dosis de efecto realidad. Su última exposición

tenía este título así de crudo: Realismo. La modernidad es ideática, la posmodernidad nos

parece realista. El artista, después de la modernidad, debe actuar a ras de tierra. De hecho,

no es una opción: estamos condenados al realismo. El mundo posmuro de Berlín, como

observa Fukuyama, es irremediablemente antiidealista. Idealistas eran, como recordaba

Danto, las vanguardias históricas, con sus manifiestos formales y el anhelo de diseminarlos,

como si de una conquista política se tratara, a los cuatro vientos. Hoy nos encontramos, más

bien, como el Angelus Novus de Klee, con un ojo clavado en el horizonte pero con el otro

analizando los escombros reales del pasado moderno que se agolpan detrás de nosotros. De

ahí, seguramente, el sentido profundamente archivístico y cartográfico de nuestro tiempo

artístico. Y hay mucho de cartógrafo y archivador en el arte de Bestué.

Y de la clasificación hace un poema. En su obra nos parece encontrar la herencia del poema

libre y limpio de Valéry: afirmar sin mochilas, solo empujado por el peso real de la palabra

sobre el espacio en blanco; también, quizás, el desencanto de Vinyoli o Andreu Vidal. Y los

recorridos de Bestué en sus montajes son así de poéticos, agrietados y ligeros. Extensiones

de ruinas que adquieren un sentido en su degustación de conjunto, porque están

majestuosamente bien estructuradas. Porque de la escultura le interesa, principalmente, la

estructura, su arquitectura. Y el aparente caos acumulativo que gobierna sus montajes está

del todo reglado, armoniosamente bien ligado.

Y existen, también, sutilísimas dosis de ironía en su escultura. Es una marca de época:

¿cómo no ser irónico en la poshistoria? Pero la suya es una ironía muy particular. De una

cierta escuela barcelonesa. El humor ácido, travieso, canalla a veces, que es una versión

evolucionada de la ironía onírica de la modernidad. Es, claro, el humor realista, callejero.

Pero David Bestué sabe elevarlo a obra de arte, porque lo pone en dosis pequeñas y

juguetonas. Es un humor vivido, generacional, con ramalazos de sus contemporáneos:

Miquel Noguera, Marc Vives, los Venga Monjas, Francesc Ruiz. Es un humor que nace

también de la precariedad. Precariedad e ironía era el sello que identifica a Bestué desde las

Acciones en Casa, con Marc Vives. Por aquel entonces, Bestué había empezado por la

cartografía de la realidad doméstica, pero ya desde su etapa en solitario el artista sale a la

calle y cataloga toda nuestra realidad hipertrofiada, que David clasifica como un

taxidermista, con el intento hercúleo de volver a ubicar la escultura dentro de la historia.

La traducció d’aquest text ha disposat d’un ajut de l’Institut Ramon Llull